Hace ocho meses nació Mireia, en un día que nunca desaparecerá de mi mente por ser posiblemente el más feliz de cuantos he tenido la ocasión de vivir hasta ahora. Lo hizo recién empezada la tarde, después de que Inma rompiese aguas la noche anterior y, con una tranquilidad pasmosa, se pusiera a organizar todo tranquilamente durante la noche e incluso llevásemos a los chicos al colegio, eso si, avisándoles de que seguramente ese día ya habría alguien más en la familia.
Esos fueron los momentos previos a un nacimiento en el que estuve presente y en el que afortunadamente todo funcionó perfectamente, gracias al equipo médico que estuvo con nosotros en todo momento.
Recuerdo como cuando nació Mireia una espontánea alegría hizo que se llenasen de lágrimas mis ojos a la vez que, inconscientemente y como una vez me explicó un amigo que le había pasado a él, empecé a revisarla para comprobar que efectivamente, todo estaba en su sitio.
Ahí estaba esa cosita, todavía casi sin limpiar, encima de Inma que también lloraba de alegría mientras tocaba por primera vez a esa personita que en los últimos meses tantas patadas le había dado.
No puedo olvidar tampoco como, con los ojos borrosos por culpa de esas lágrimas, no quise cogerla cuando me la ofrecían las enfermeras, en una mezcla de miedo de no hacerlo bien y deseos de seguir viéndola sobre su madre.
La felicidad nos llenaba y ya solo quedaba ir a la habitación donde nos esperaba la familia, los hermanos de Mireia, Vicent, Hugo y Héctor, y sus abuelos, en cuerpo y alma, esperándonos para conocer al bomboncito al que acababan de sacar de su envoltorio.
Y en ese momento, en el de ir hacia la habitación, es cuando se empieza a producir la situación que da nombre a este artículo.
Yo iba hacia allí y curiosamente, en el hospital de Gandia, para ir a maternidad hay que pasar por delante de las habitaciones de la gente que está bastante mal. Allí vi a Ximo, que me preguntó el motivo de estar en el hospital y cuando le dije que ya había llegado el momento, que ya teníamos a la peque entre nosotros, me felicitó y me explicó que él estaba allí porque su madre se encontraba mal.
Pasaron varios días y cuando tuve que salir para preparar algo del papeleo antes de que Inma y Mireia recibiesen el alta médica, recuerdo ver a Ximo junto a más familiares caminando por el pasillo en lo que daba esa sensación inequívoca de que algo había pasado. Estuvimos hablando un rato, me preguntó cómo estaban la madre y la niña (por el padre no preguntó porque ya le veía caer la baba), me volvió a felicitar y al cabo de un momento me dijo lo que la intuición hacia rato ya me había hecho pensar cuando les vi… su madre acababa de fallecer.
Ahí estaba yo, envuelto en una macedonia de sensaciones y sentimientos, orgulloso y feliz por que Mireia ya comenzaba a alegrarnos los días, y por otro lado, triste por la situación que atravesaba un amigo. Que cosas tiene esta vida, que en cuestión de horas nos ofrece de forma salvaje unos contrastes tan brutales como estos.
El año 2012 se va quedando sin hojas en el calendario y aunque el balance es claramente positivo por el nacimiento de Mireia, también pesan en los pensamientos aquellos que se han ido, como mi tío Carlos, que hace pocos días nos dejó, y que cuando fuimos a Aranda de Duero (Burgos) para que la bisabuela y el resto de la familia de allí conociese a la nena, nos enseño orgulloso un sinfín de videos y fotografías de su nieto. Allí se han ido muchos de mis pensamientos de estos días, a mi tía Mª Carmen, a mis primas y su familia, a mis otros tíos y como no, a mi madre y mi abuela.
Y todo esto viene porque cuando Ximo me dijo que su madre había fallecido, vió como yo me quedé parado en un bloqueo emocional de sensaciones encontradas del que uno difícilmente puede salir y me dijo unas palabras que por la situación vivida, creo que no se me borrarán de la mente:
“Tranquilo, es el ciclo de la vida, unos vienen y otros se van”.
No se si habré sabido expresar lo que quería con este artículo, de hecho, aun hoy me cuesta razonar sobre esa situación que viví. Hay veces que las personas somos como los imanes, porque en ese momento los dos polos opuestos nos fundimos en un sincero abrazo, aunque seguramente en ese momento, cada uno tenía su mente en otra parte.
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