Más rápido, más alto, más fuerte, pero no más libre.

Pasados los ecos de la espectacular inauguración de los juegos olímpicos de Pekín, tal vez sea un buen momento para hacer un examen de conciencia sobre cómo ha podido llegarse a la cínica situación de tener al mundo pendiente y admirando una ceremonia tan espectacular (en mi opinión lo fue) que ha sido capaz de conseguir aquello a lo que estaba destinada, que se hablase de ella y no de la total ausencia de libertades y la explotación a la que se ve sometida la población china.

Los dignatarios internacionales (curioso calificativo en estas circunstancias) han perdido literalmente el culo para poder hacer el rendez-vous al presidente chino, Hu Jintao, como jefe que es de una potencia militar, social y ahora también económica. Bush dice haber pedido mejoras de los derechos humanos, Sarkozy, que quería sabotear la ceremonia de inauguración hace dos meses, dicen que llevaba una lista de disidentes políticos, otros dicen querer más libertades políticas.

En cualquier caso, ninguno ha conseguido aquello que pedía, pero con su presencia han apoyado no a los juegos, sino a un gobierno que expone orgulloso obras como el estadio “del Nido” que ha sido construido por obreros que cobraban menos de cinco euros por doce horas de trabajo al día durante los siete días de la semana y que además, durante los juegos tienen que abandonar la ciudad por no tener nuestro equivalente al permiso de trabajo para los extranjeros y que en china tienen que tener sus propios nacionales para trabajar en la capital.

Decían que los juegos servirían para mejorar la situación de los derechos humanos en China, que contribuirían a la conservación de la dignidad humana, como cita la Carta Olímpica, pero siete años después de la nominación de Pekín para albergar los juegos, entre admiración y escepticismo, mientras los deportistas ni tan siquiera pueden enviar e-mails sin que sean filtrados, o los propios chinos tienen vetado el acceso a la información, los turistas se harán fotos en la Plaza de Tian’anmen, que ahora pasará de ser el escenario de una masacre a un lugar turístico de primer orden.

Lástima que para llegar hasta esa ceremonia de inauguración tan increíble, barrios gigantescos han sido derruidos para construir las instalaciones olímpicas, sin indemnizar o haciéndolo simbólicamente a cientos de personas que se han quedado sin sus casas.

De libertad de expresión, prensa, religión o reunión mejor no hablemos, para que las carcajadas no sean escandalosas. Del derecho a la vida, menos todavía, ya que este país sigue teniendo el dudoso honor de ejecutar a más personas cada año que el resto del mundo junto, aunque ahora en vez de tiros en la nuca, han puesto en marcha un programa para hacerlo con inyecciones letales.

Pero mañana será otro día y todos estaremos orgullosos de las medallas que nuestros deportistas han conseguido. Y es para estarlo, aunque también deberíamos avergonzarnos porque una institución como el Comité Olímpico Internacional haya apostado por hacer caja anteponiendo ese interés a la dignidad de las personas.